Saludos, amigas y amigos lectores; a propósito de la condena del periodista iraquí lanzazapatos,
Muntadhar al-Zeidi, déjoles este cuentillo pícaro y juguetón.
Dos y media de la tarde, viene por ahí el perro y me va morder, no quiero verlo a los ojos cuando sepa que el hueso que le regalé vino roto. Ay, qué dirá el perro, se sentirá furioso y me pelará los dientes, se pondrá histérico, intentará atacarme, estoy seguro de eso, el maldito peludo vendrá por mi pierna, le sacará sangre, arderá en gruñidos.
Pero no, que ese animal no piense que estoy descalzo y callado, que soy sumiso y retrógrada, que creo en el capitalismo, no, no, yo estoy preparado con un rosario para darle en la testuz, tengo una sartén con agua hirviendo y un periódico opositor en mis manos, esos recursos me servirán de algo.
El perro es marroncito como un café con leche, tiene los ojos de tomate y la cola de cebolla en rama. Lo conocí en una calle, él era un cachorro indefenso, lloraba desesperadamente. Esa vez la calle parecía asfaltada, creo, pero todo fue un espejismo. El cachorrito existía y con sus miradas pidió un poco de comida. Lo llevé a mi casa. Mi madre, una mujer cuarentona, morena y de buen corazón, ese día le dio leche, pero en polvo.
Bauticé a mi perro como Rambo, era una película intensa y real, ese tal Rambo peleaba con los rusos para acabar con el comunismo. En honor a ese héroe, nominé al cachorro callejero con ese apelativo.
Rambo creció entre frutas y hortalizas, consentido por mi madre y yo. Le hicimos una habitación contigua al comedor, donde le instalamos un acondicionador de aire de dieciocho mil BTU. Yo me sentí muy feliz con Rambo, íbamos a todas partes. Lo vestía con una franela de franjas rojas y azules con cincuenta estrellas en el lomo.
El muy ruin invadía terrenos y los orinaba para marcar territorios, mataba gallinas, reventaba huevos y hacía bloqueos a los gatos rojos. En nombre de su hueso, que enterraba hasta en la luna, Rambo con sus colmillos amenazaba cualquier intento subversivo. Para ello, preñaba perras y dejaba en cada territorio invadido un cachorro para cuidar sus intereses.
Rambo era admirable, simpático, gustaba de lo bueno y lujoso, generoso en demasía hasta pecar de paternalista, imponía sus modas, consumía hasta el infinito. Recuerdo una vez que inventó ponerse en la cola un sombrero de paja negro, esa misma semana todos los perros de la cuadra usaron uno. Ni que decir de los perros calientes, ellos son producto de la imaginación de mi Rambo, él un día se le ocurrió la idea de comer un pan con salchicha y salsa. Mi madre en su honor dijo que lo llamaría “perro caliente”, de ahí que toda la cuadra comenzó a comerlo hasta más no poder.
Mi asombro crecía aún más, Rambo acabó con el perro de la casa de al lado, se hizo dueño de su cuadra, peleó con cuanto perro se le atravesó. Rambo se hizo famoso, le decían dueño del mundo, unos lo llamaban el Imperio y así se quedó el muy bellaco.
El Imperio no respetó viviendas, orinaba en todos lados, mostraba los dientes y se creyó por momentos supermán. Tanto fue así que grabó películas, escribió canciones y alienó a medio mundo. La cuadra no lo creía, nadie podía opinar, ni mencionar comunidad o vocablos de igual raíz. A tanto llegó su desprecio por las comunas, comuneras, comunión, comunidad, comunes, comunismo, que se sintió, siente y sentirá orgulloso de acabar con ellos. “Arrasé con ellos”, dijo un buen día.
Yo me siento culpable de haber creado tamaña bestia, yo tan humano y espiritual, tan filántropo, tan altruista, tan buena gente y miren lo que terminé criando, a un Imperio que me viene a reclamar a mí y a pegar, bicho traicionero, lo odio y me odia, nos aborrecemos mutuamente. En cualquier momento llegará para quitarme la alegría, pero me levantaré en armas, sus perros de guerra no podrán conmigo, estaré atento a su movimiento, el Imperio no podrá conmigo. Él sabe que me robé su hueso, pero no sabe que yo tengo en mi poder el secreto de la vida.
Rambo, tú sabes muy bien de dónde vienes y adónde vas, te tomaré de un colmillo para ponérmelo en el pelo, mi madre murió por tu culpa y eso lo sé, a ti se te olvido eso, me vengaré de ti y te daré en la madre a ti también, no me subestimes, yo poseo el secreto de la vida, yo todavía tengo la capacidad de reirme, en cambio tú tienes muchas garrapatas encima como para reirte, vives mordiéndote la cola.
Antes de que llegues me voy para no verte a los ojos, porque de lo contrario no sé qué haré, se me escapará de las manos y haré una locura o una morisqueta.
Ángel Alberto Morillo
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