viernes, 12 de julio de 2013

Cuentos de mi barrio

Por Susana Ferrer. Estudiante de Taller de Redacción y Estilo. Universidad Católica Cecilio Acosta.

Comienza a caer la noche en el barrio, es viernes y la casa de la Señora Rosa es la primera, en donde el estruendo del acordeón se deja oír. 

-Muchacho del carajo, bájale volumen al radio que vais a despertar a Wilkerman- gritaba Doña Rosa desde el patio de la casa de dos cuartos, un baño y una “pieza” añadida atrás, techo de cinc y recientemente pisos de cemento requemado, que había visto y estaba viendo crecer a sus tres hijos y dos nietos, mientras el sonoro llanto del bebé la comenzaba a enfurecer.

El culpable de semejante escándalo era Yonder de Jesús, el primer hijo de ésta, que con sus escasos 22 años ya era padre de dos, vivía en la pieza de atrás de la casa con su mujer, María, de 19 año y sus hijos. Llegaba de trabajar como “burro”, como el mismo decía, en la construcción de las casas de la “Misión Vivienda Venezuela”, esperaba que ese trabajo le sirviera de “palanca” para conseguir la casita por la que tanto lo jodía su mujer. Estaba contento porque le habían pagado la quincena y, aunque en su casa se había acabado la leche para sus hijos y no había “salado” para el almuerzo del día siguiente, él le iba a brindar la primera caja de cerveza de la noche que recién empezaba a sus amigos. Se disponía entonces a llamar a Yorman, su hermano de 15 años, para que lo acompañase al depósito, caminando por las calles de arena cargando el “vacío”, con la excusa de que le iba a invitar de esta bebida luego.

Yorman estaba en noveno grado y era inteligente, aunque no era tan aplicado como debía, quizás le hacía falta que alguien estuviese recordándole estudiar todo el tiempo, sin embargo, sus notas no eran tan malas y tenía esperanza de graduarse.

Yesángela era la más buceada por los muchachos del barrio, era la hija del medio de esta familia y tenía 16 años, también era la más envidiada, porque tenía un novio Guardia Nacional con “bastantes cobres” como ella alardeaba, que le estaba montando un rancho tal como lo quería: a dos cuadras de la casa de su madre; a Doña Rosa no le gustaba mucho el novio de su hija, pero ya se había cansado de reclamarle pues la muchachita no le prestaba atención, el muchacho en cuestión en aras de congraciarse con la suegra le llevaba un mercadito escueto. Él también le había comprado un Blackberry a la muchacha, que le había costado como diez sueldos mínimos y que bien había aprendido a esconder en sus pantaletas, (que entre tantas bajadas y subidas le habían dejado un embarazo que ya le estaba costando ocultar), cuando se iba a montar en los carritos por puesto de esta localidad tan calurosa. A ella no le preocupaba el futuro de la criatura, sólo las malas lenguas, pues se preciaba de su virginidad frente a todo el mundo, aunque medio barrio sabía que su novio se la llevaba para el monte del terreno que quedaba al doblar la esquina.

Y así muchas Doña Rosa viven y trabajan para levantar sus hogares, a veces solas, a veces con algún marido ocasional, intentando, fructuosamente o no, convertir a sus hijos en gente de bien. Sus historias forman parte de la pintoresca realidad venezolana, heterogénea, propia. Lo que sí es cierto es que nadie es quién para juzgarlos o juzgarnos y más si simplemente se ven sus historias desde la acera del frente.

Son como hermanos


Por Osmar Coello. Estudiante de Taller de Redacción y Estilo. Universidad Católica Cecilio Acosta.

Carlos y Diego eran contemporáneos. Dos meses era la diferencia de edad. Aunque en realidad eran primos, desde que vinieron al mundo crecieron juntos como hermanos. La misma escuela les daba cobijo a sus saberes y la misma guardería los recibía en las tardes, pues sus padres trabajaban intensamente que no tenían tiempo para estar con ellos si no en las frías noches corianas.

Cercanos a los cinco años de edad, circunstancias de la vida los llevaron a separarse y hoy van a escuelas y guarderías diferentes, dejando para sus encuentros uno que otro fin de semana y una que otra noche que sus padres se visitan mutuamente, ante el reclamo de los chiquillos que exigen verse más a menudo.

Sus conversaciones coinciden con sus edades. Los superhéroes de televisión de moda, los juguetes favoritos y las actividades mutuas que cada uno desarrolla en su día a día.

-¿Viste los Transformers en Discovery Kids? Le pregunta Carlos a Diego con tono de emoción.
-Sí, siguen siendo mis favoritos, los cuatro me encantan, aunque no siempre puedo verlos porque mi mamá no me deja ver mucho tiempo la televisión. Responde Diego, al principio emocionado y luego con tono de tristeza.

Ambos iniciaron una extensa conversación sobre esta serie infantil de televisión y luego dieron rienda suelta a sus explicaciones sobre las técnicas de natación, que practica Diego y de futbol, que juega Carlos cada tarde.

-Ya le perdí el miedo a piscina y puedo nadar de un lado a otro, aseguró Diego lleno de emoción, pues sus peores momentos eran aquellos en los que tenía que soltarse del borde de la piscina para llegar al otro extremo.

-Yo prefiero mi balón de futbol, dijo Carlos, quien explico a Diego cada una de las posiciones que le ha tocado jugar día a día.

Así llega la noche, entre recuerdos, anécdotas y experiencias contadas. Sus padres mientras tanto prometen organizar encuentro más frecuentes para que puedan compartir más tiempo juntos aquellos primos que a pesar de la distancia, se quieren como hermanos.


viernes, 28 de junio de 2013

Siempre nos quedará París





Susana Ferrer
Segundo Semestre- Comunicación Social, Universidad Católica Cecilio Acosta

Camila se despertaba todas las mañanas a eso de las seis y treinta, despacio se desperezaba en su quietud. Pronto entraba Lourdes, siempre retrasada, saludando con desánimo «Buenos días», decía para luego abrir los ventanales que dejaban entrar la luz del incipiente sol. Lourdes era una señora regordeta, de tez morena y gestos toscos, enfermera de oficio mas no de profesión, pues un embarazo furtivo se había atravesado en sus planes.

Aunque casi inerte, era hermosa, o eso le decía su madre, tenía el cabello castaño y los ojos grandes, nunca se había enamorado y nunca había sido tocada por nadie de una manera inapropiada, sólo por Lourdes, quien toscamente tropezaba con su pubis disculpándose en balbuceante “lo siento”.

Tenía dos hermanas que habían corrido con una mejor suerte que ella, Sofía, la mayor de unos 30 años, ya estaba casada y estaba viviendo una vida de ensueño, con la casa, el marido rico, dos hermosos hijos y un perro; su rutina atareada (y lo deprimente de la situación) la hacía la más alejada de la casa familiar. Llegaba de visita el segundo domingo de cada mes, sola, no quería impregnar a sus hijos de semejante desdicha, lanzaba una mirada lastimera a Camila y luego besaba su frente con cariño, ella lo detestaba, se sentía una atracción de circo, luego le contaba de sus viajes o de lo bien que le iba a los niños en el colegio: «Martín tiene las mejores notas del salón, es sumamente inteligente, eso lo sacó de este lado de la familia», luego hacía un guiño condescendiente y seguía hablando, pero Camila no la escuchaba, simplemente sonreía hipócritamente mientras en su mente se generaba una revolución de sentimientos,  de envidia sobre todo.

Rebeca, la menor, era callada, aún vivía en la casa familiar y era una especie de mito, sólo se le veía levitando por ahí, pues sus pasos eran tan sigilosos que nadie notaba su existencia, en ciertas ocasiones entraba en la habitación de Camila, se quedaba mirándola fijamente hasta que ella notaba su presencia, esperaba que se levantara de la cama, aunque sabía que eran esperanzas ilusorias, luego se acercaba a ella y se acurrucaba en su regazo, imaginando sus manos trenzando su cabello, el olor a jazmín de los jardines, los juegos, las canciones y rompía en sollozos.
-Yo soy la que debería estar allí, tú te ofreciste sólo porque papá estaba molesto, sólo por protegerme, decía Rebeca con una voz que poco se dejaba oír.

-No debes culparte por lo que pasó, simplemente me tocaba a mí- trataba de consolarla aunque en el fondo tenía ciertos vestigios de rencor.

Abrió los ojos de nuevo, eran las seis y treita y tres 6:33, la puerta se abrió y entró una cara nueva, ¡Qué sorpresa!, era un hombre, habían pasado años desde que no veía un espécimen de esos, musculoso, despierto, sonriente.

-Buenos días, señorita. Lourdes tomó un mes de vacaciones y yo estoy aquí para reemplazarla, me llamo Julián- terminó la frase con un guiño, Camila estaba estupefacta.

-Buenos días- respondió de manera acelerada, casi hiperventilando.

-¿Te pasa algo?

-No, nada, es sólo que no me acostumbro a caras nuevas- replicó tratando de calmarse.

Empezó con la rutina de ejercicios, sus manos fuertes pero delicadas la estremecían, no podía evitar sentir corriente cuando rozaban su piel. Él lo notó y para cortar la tensión comenzó a hablarle, le contó sobre la universidad, le dijo que había estudiado enfermería, también que amaba los animales, «Tengo 2 perros que adopté, son mucho más fieles que cualquiera de “marca”», ambos rieron.
Camila empezó a despertar cada vez más temprano, estaba ansiosa, ver a Julián era su parte favorita del día, él se quedaba más de la cuenta siempre, hablaban de libros y él cada vez de manera más frecuente le leía algún párrafo de su lectura actual o el DVD de la película que había visto la noche anterior… Ella no recordaba la última vez que se había sentido feliz.

Ella le contó sobre cómo había quedado en su estado, él se acercó y de manera poco profesional, la abrazó -besando su frente- para consolarla. Nunca había sentido nada así por nadie, si eso era amor, se sentía espléndidamente.

Ese amor duró menos que cualquier otro en la vida de Camila, él prometió regresar a visitarla, pero nunca lo hizo, antes de irse le dejó Casablanca que bien dice «Siempre nos quedará París».