Susana Ferrer
Segundo Semestre- Comunicación Social,
Universidad Católica Cecilio Acosta
Camila se despertaba todas las mañanas a eso
de las seis y treinta, despacio se desperezaba en su quietud. Pronto entraba
Lourdes, siempre retrasada, saludando con desánimo «Buenos días», decía para
luego abrir los ventanales que dejaban entrar la luz del incipiente sol.
Lourdes era una señora regordeta, de tez morena y gestos toscos, enfermera de
oficio mas no de profesión, pues un embarazo furtivo se había atravesado en sus
planes.
Aunque casi inerte, era hermosa, o eso le
decía su madre, tenía el cabello castaño y los ojos grandes, nunca se había
enamorado y nunca había sido tocada por nadie de una manera inapropiada, sólo
por Lourdes, quien toscamente tropezaba con su pubis disculpándose en balbuceante
“lo siento”.
Tenía dos hermanas que habían corrido con una
mejor suerte que ella, Sofía, la mayor de unos 30 años, ya estaba casada y
estaba viviendo una vida de ensueño, con la casa, el marido rico, dos hermosos
hijos y un perro; su rutina atareada (y lo deprimente de la situación) la hacía
la más alejada de la casa familiar. Llegaba de visita el segundo domingo de
cada mes, sola, no quería impregnar a sus hijos de semejante desdicha, lanzaba
una mirada lastimera a Camila y luego besaba su frente con cariño, ella lo
detestaba, se sentía una atracción de circo, luego le contaba de sus viajes o
de lo bien que le iba a los niños en el colegio: «Martín tiene las mejores
notas del salón, es sumamente inteligente, eso lo sacó de este lado de la
familia», luego hacía un guiño condescendiente y seguía hablando, pero Camila
no la escuchaba, simplemente sonreía hipócritamente mientras en su mente se
generaba una revolución de sentimientos, de envidia sobre todo.
Rebeca, la menor, era callada, aún vivía en
la casa familiar y era una especie de mito, sólo se le veía levitando por ahí,
pues sus pasos eran tan sigilosos que nadie notaba su existencia, en ciertas
ocasiones entraba en la habitación de Camila, se quedaba mirándola fijamente
hasta que ella notaba su presencia, esperaba que se levantara de la cama,
aunque sabía que eran esperanzas ilusorias, luego se acercaba a ella y se
acurrucaba en su regazo, imaginando sus manos trenzando su cabello, el olor a
jazmín de los jardines, los juegos, las canciones y rompía en sollozos.
-Yo soy la que debería estar allí, tú te
ofreciste sólo porque papá estaba molesto, sólo por protegerme, decía Rebeca con
una voz que poco se dejaba oír.
-No debes culparte por lo que pasó,
simplemente me tocaba a mí- trataba de consolarla aunque en el fondo tenía
ciertos vestigios de rencor.
Abrió los ojos de nuevo, eran las seis y
treita y tres 6:33, la puerta se abrió y entró una cara nueva, ¡Qué sorpresa!,
era un hombre, habían pasado años desde que no veía un espécimen de esos,
musculoso, despierto, sonriente.
-Buenos días, señorita. Lourdes tomó un mes
de vacaciones y yo estoy aquí para reemplazarla, me llamo Julián- terminó la
frase con un guiño, Camila estaba estupefacta.
-Buenos días- respondió de manera acelerada,
casi hiperventilando.
-¿Te pasa algo?
-No, nada, es sólo que no me acostumbro a
caras nuevas- replicó tratando de calmarse.
Empezó con la rutina de ejercicios, sus manos
fuertes pero delicadas la estremecían, no podía evitar sentir corriente cuando rozaban
su piel. Él lo notó y para cortar la tensión comenzó a hablarle, le contó sobre
la universidad, le dijo que había estudiado enfermería, también que amaba los
animales, «Tengo 2 perros que adopté, son mucho más fieles que cualquiera de
“marca”», ambos rieron.
Camila empezó a despertar cada vez más
temprano, estaba ansiosa, ver a Julián era su parte favorita del día, él se
quedaba más de la cuenta siempre, hablaban de libros y él cada vez de manera
más frecuente le leía algún párrafo de su lectura actual o el DVD de la película que había visto la
noche anterior… Ella no recordaba la última vez que se había sentido feliz.
Ella le contó sobre cómo había quedado en su
estado, él se acercó y de manera poco profesional, la abrazó -besando su frente-
para consolarla. Nunca había sentido nada así por nadie, si eso era amor, se
sentía espléndidamente.
Ese amor duró menos que cualquier otro en la
vida de Camila, él prometió regresar a visitarla, pero nunca lo hizo, antes de
irse le dejó Casablanca que bien dice «Siempre nos quedará París».
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