viernes, 28 de junio de 2013

Siempre nos quedará París





Susana Ferrer
Segundo Semestre- Comunicación Social, Universidad Católica Cecilio Acosta

Camila se despertaba todas las mañanas a eso de las seis y treinta, despacio se desperezaba en su quietud. Pronto entraba Lourdes, siempre retrasada, saludando con desánimo «Buenos días», decía para luego abrir los ventanales que dejaban entrar la luz del incipiente sol. Lourdes era una señora regordeta, de tez morena y gestos toscos, enfermera de oficio mas no de profesión, pues un embarazo furtivo se había atravesado en sus planes.

Aunque casi inerte, era hermosa, o eso le decía su madre, tenía el cabello castaño y los ojos grandes, nunca se había enamorado y nunca había sido tocada por nadie de una manera inapropiada, sólo por Lourdes, quien toscamente tropezaba con su pubis disculpándose en balbuceante “lo siento”.

Tenía dos hermanas que habían corrido con una mejor suerte que ella, Sofía, la mayor de unos 30 años, ya estaba casada y estaba viviendo una vida de ensueño, con la casa, el marido rico, dos hermosos hijos y un perro; su rutina atareada (y lo deprimente de la situación) la hacía la más alejada de la casa familiar. Llegaba de visita el segundo domingo de cada mes, sola, no quería impregnar a sus hijos de semejante desdicha, lanzaba una mirada lastimera a Camila y luego besaba su frente con cariño, ella lo detestaba, se sentía una atracción de circo, luego le contaba de sus viajes o de lo bien que le iba a los niños en el colegio: «Martín tiene las mejores notas del salón, es sumamente inteligente, eso lo sacó de este lado de la familia», luego hacía un guiño condescendiente y seguía hablando, pero Camila no la escuchaba, simplemente sonreía hipócritamente mientras en su mente se generaba una revolución de sentimientos,  de envidia sobre todo.

Rebeca, la menor, era callada, aún vivía en la casa familiar y era una especie de mito, sólo se le veía levitando por ahí, pues sus pasos eran tan sigilosos que nadie notaba su existencia, en ciertas ocasiones entraba en la habitación de Camila, se quedaba mirándola fijamente hasta que ella notaba su presencia, esperaba que se levantara de la cama, aunque sabía que eran esperanzas ilusorias, luego se acercaba a ella y se acurrucaba en su regazo, imaginando sus manos trenzando su cabello, el olor a jazmín de los jardines, los juegos, las canciones y rompía en sollozos.
-Yo soy la que debería estar allí, tú te ofreciste sólo porque papá estaba molesto, sólo por protegerme, decía Rebeca con una voz que poco se dejaba oír.

-No debes culparte por lo que pasó, simplemente me tocaba a mí- trataba de consolarla aunque en el fondo tenía ciertos vestigios de rencor.

Abrió los ojos de nuevo, eran las seis y treita y tres 6:33, la puerta se abrió y entró una cara nueva, ¡Qué sorpresa!, era un hombre, habían pasado años desde que no veía un espécimen de esos, musculoso, despierto, sonriente.

-Buenos días, señorita. Lourdes tomó un mes de vacaciones y yo estoy aquí para reemplazarla, me llamo Julián- terminó la frase con un guiño, Camila estaba estupefacta.

-Buenos días- respondió de manera acelerada, casi hiperventilando.

-¿Te pasa algo?

-No, nada, es sólo que no me acostumbro a caras nuevas- replicó tratando de calmarse.

Empezó con la rutina de ejercicios, sus manos fuertes pero delicadas la estremecían, no podía evitar sentir corriente cuando rozaban su piel. Él lo notó y para cortar la tensión comenzó a hablarle, le contó sobre la universidad, le dijo que había estudiado enfermería, también que amaba los animales, «Tengo 2 perros que adopté, son mucho más fieles que cualquiera de “marca”», ambos rieron.
Camila empezó a despertar cada vez más temprano, estaba ansiosa, ver a Julián era su parte favorita del día, él se quedaba más de la cuenta siempre, hablaban de libros y él cada vez de manera más frecuente le leía algún párrafo de su lectura actual o el DVD de la película que había visto la noche anterior… Ella no recordaba la última vez que se había sentido feliz.

Ella le contó sobre cómo había quedado en su estado, él se acercó y de manera poco profesional, la abrazó -besando su frente- para consolarla. Nunca había sentido nada así por nadie, si eso era amor, se sentía espléndidamente.

Ese amor duró menos que cualquier otro en la vida de Camila, él prometió regresar a visitarla, pero nunca lo hizo, antes de irse le dejó Casablanca que bien dice «Siempre nos quedará París».


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