A propósito de sus 481 años, compartimos este texto de nuestro amigo Antonio Pérez Esclarín.
Cuando voy a Maracaibo, y empiezo a pasar el Puente, siento una emoción tan grande, que se me nubla la mente. Todavia es posible escuchar, si uno llega a Maracaibo en carro o autobús, una especie de suspiro colectivo ante la visión del Puente.
La alegría se hace sólida y espesa y brota en el brillo de los ojos, en el parloteo emocionado, en el nerviosismo de las manos que buscan afanosas peines y espejitos para embellecerse… A las demás ciudades se entra casi imperceptiblemente, rodando entre el anonimato de chiveras, ranchos, fábricas y areperas.
El Puente hace que se entre a Maracaibo como a una fiesta: con el corazón repicando júbilo. Y es que los maracuchos aman al Puente y a su ciudad con amor real: de los que ponen a galopar el corazón.
El Puente es puerta y balcón al mismo tiempo: detrás de él se derrama, múltiple y variada Maracaibo, que parece brotar sobre el pecho del calor. El Lago repite la ciudad que crece contra el abismo del cielo.
El Puente fusionó a Maracaibo con el resto del país. Viene a ser como un largo abrazo zuliano al corazón de Venezuela. Antes del Puente, Maracaibo vivía cortada del país y era una ciudad-puerto, abierta más hacia las islas del Caribe que hacia Caracas. Después de todo, no están tan lejos los días en que viajar a Caracas era una larga y tediosa aventura que incluía sacar pasaporte, pues los barcos hacían sus paradas en las islas extranjeras de Aruba y Curazao.
Es evidente que, con el Puente, Maracaibo se hizo más venezolana. Ello tuvo sus indiscutibles ventajas, pero trajo también graves problemas. Uno de ellos, y para no abordar hoy el problema del centralismo que siempre ha tratado de asfixiarla, es que precipitó ese proceso ya iniciado desde el comienzo de la explotación petrolera, de dejar de ser ella para parecerse cada vez más a cualquier otra ciudad. Su típica arquitectura de casas de un colorido vibrante, con sus techos de teja y sus gárgolas, con sus amplios ventanales, puertas altas y de doble hoja, por donde entraba la brisa que venía del Lago, dejó paso a la falsa grandiosidad, anónima y repetitiva, del edificio moderno.
El aire acondicionado terminó con puertas y ventanas, y Maracaibo dejó de ser una ciudad volcada hacia la calle, abierta a la comunicación. Hoy, las calles de la Maracaibo moderna son lugares invivibles. Los amplios parques de concreto son tan sólo habitados por el sopor y la desolación.
Es en la calle Carabobo y en el barrio El Empedrao donde todavía se pueden escuchar los latidos más hondos de la Maracaibo de ayer. El Empedrao sigue siendo una fiesta para los ojos y el corazón. Por ello, en ningún otro sitio suena más auténtico el voseo, ni se yergue tan vibrante la altivez de la gaita, corazón musical del Zulia entero.
Fue un 8 de septiembre, hace ya 481 años, que Ambrosio Alfínger, tras cruzar el lago, fundó una humilde ranchería que llamó Maracaibo “dándole el nombre de un jefe principal de aquella región que se llamaba Maracaibo”. La población de Alfínger no habría de perdurar, como tampoco la refundación en 1569 de Alonso Pacheco, que bautizó con el pomposo nombre de “Nueva Ciudad Rodrigo de la Laguna de Maracaibo”. Sí perduró la que hizo Pedro Maldonado en 1574 y que bautizó con el nombre de “Nueva Zamora de Maracaibo”.
Afortunadamente, con el correr de los años, se impuso el nombre indígena sobre el castellano. Allí está, clavada a la misma raíz original, la palabra indígena Maracaibo como una clarinada permanente que apunta a las fuentes de nuestra identidad.
Ciertamente, ni Alfínger, ni Pacheco, ni Maldonado reconocerían hoy la actual Maracaibo, una ciudad amplísima, llena de encantos y contrastes, que galopa incansable sobre las inmensas sabanas apedreadas por un sol implacable. Si difícilmente se puede imaginar una ciudad donde la naturaleza y la arquitectura moderna se hayan combinado mejor para hacerla inhabitable.
Maracaibo encierra en su nombre misterioso todos los secretos del embrujo amoroso. Hembra colosal, Maracaibo enamora y seduce a quien se acerca a sus riberas. Por ello, todo el que llega a Maracaibo termina por quedarse, y no hay nada más triste y desvalido que un maracucho lejos de su tierra. En vano buscará el que no ama razones para el amor. El amor no se explica, se siente, se vive. La gente no tiene razones para quedarse en Maracaibo. Tiene latidos, respuestas de un corazón enamorado.
Filósofo / Profesor
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