martes, 20 de abril de 2010

Aprender a escuchar y dialogar

En supercastellania celebramos por todo lo alto. A partir de este mes, el egregio y  admirado Antonio Pérez Esclarín nos acompaña; él es un pedagogo muy notable tanto en Venezuela como en el resto del mundo.  Ha dictado cursos y conferencias en numerosos países y también es un escritor muy prolífico pues cuenta en su haber literario con 45 obras.
Actualmente publica sus artículos en los diarios Panorama y Versión Final. Conozcamos brevemente un poco de su vida:
Nace en Berdún, un pueblito del pirineo aragonés (España) cerca de la frontera con Francia. A los 17 años vino a Venezuela. Estudió letras  en la Universidad Católica Andrés Bello; obtiene su doctorado en Filosofía en la Universidad Católica de Quito; en Estados unidos cursa una maestría en el Woodstock College de Nueva York. Es profesor investigador del Centro de Experimentación para el aprendizaje permanente (Cepap) de la Universidad Nacional Experimental Simón Rodríguez. Gran parte de su vida y trabajo la ha desarrollado en Fe y Alegría, institución en la que lleva más de 30 años.  


Con Uds. Antonio Pérez Esclarín.


En Venezuela seguimos divididos, rotos, polarizados. Donde las palabras, en vez de ser puentes que nos unen, son muros que nos separan y alejan.

Palabras convertidas en rumor que sobresalta, en acusación sin pruebas, en grito que intenta descalificar y ofender. Palabras, montones de palabras muertas, retórica hueca, sin carne, sin contenido, sin verdad. Dichas sin el menor respeto a uno mismo ni a los demás, para salir del paso, para confundir, para desviar la atención y ganar tiempo, para acusar a otro, para sacudirse de la propia responsabilidad. Palabras, a veces, con enfervorizados llamados al diálogo, sin verdadera disposición a encontrarse con el otro y su verdad. Por ello, diálogos que, en el mejor de los casos, son sólo monólogos impositivos.

Por ello, necesitamos con urgencia aprender a escucharnos. Escuchar antes de ordenar, de juzgar, de acusar, de condenar. Escuchar viene del latín, auscultare, término que ha quedado en la medicina, y denota atención y concentración para comprender.

Escuchar, en consecuencia, no sólo las palabras, sino el tono, los gestos, los miedos, la ira, el dolor. Escuchar, sobre todo, la vida del que habla que con frecuencia niega toda la palabrería supuestamente bella de los discursos: “El ruido de lo que haces me impide escuchar lo que me dices”.

Escuchar para comprender y así poder dialogar. El diálogo exige respeto al otro, humildad para reconocer que uno no es dueño de la verdad. El que cree que posee la verdad no escucha ni dialoga, sino que la impone, pero una verdad impuesta deja de ser verdad.

Si yo sólo escucho al que piensa como yo, al que me adula y sólo me dice lo que yo quiero oír, no estoy escuchando realmente, sino que me estoy escuchando en el otro. El diálogo supone búsqueda, disposición a cambiar, a “dejarse tocar” por la palabra del otro.

En palabras del poeta Antonio Machado: “Tu verdad, no; la verdad. Deja la tuya y ven conmigo a buscarla”. El diálogo verdadero implica voluntad de quererse entender, disposición a encontrar alternativas positivas para todos, opción radical por la sinceridad, que detesta y huye de la mentira.

La educación debe provocar la autonomía y no la sumisión, estimular la pregunta, la reflexión crítica sobre las propias preguntas, para superar la aberración de una supuesta educación que sólo enseña a responder y que, incluso, pretende formatear las mentes para que todos piensen y digan lo mismo. ¡Cuánta falta nos hace tomar en serio el clamor de Simón Rodríguez que repetía con insistencia: “Enseñen a los niños a ser preguntones, para que pidiendo el porqué de lo que se les manda hacer, se acostumbren a obedecer a la razón; no a la autoridad como los limitados, ni a la costumbre como los estúpidos!”.

La educación debe promover el análisis crítico de discursos, propagandas, propuestas y hechos, de las actitudes autoritarias y dogmáticas, tanto en la realidad próxima familiar y escolar, como de la problemática nacional y mundial, que capaciten para reconstruir y reinventar la realidad.

En palabras de Paulo Freire, ese gran educador popular, eximio pedagogo del diálogo: “Necesitamos de un radicalismo crítico que combata los sectarismos siempre castradores, la pretensión de poseer la verdad revolucionaria…, la arrogancia, el autoritarismo de intelectuales de izquierda o de derecha, en el fondo igualmente reaccionarios, que se consideran propietarios, los primeros del saber revolucionario, y los segundos del saber conservador…, sectarios de derecha o de izquierda —iguales en su capacidad de odiar lo diferente— intolerantes, propietarios de una verdad de la que no se puede dudar siquiera ligeramente, cuanto más negar”. Pedagogía de la Esperanza, Pág. 185).

El derecho a criticar supone, como también nos lo expresa Paulo Freire, “el deber, al criticar, de no faltar a la verdad para apoyar nuestra crítica; supone también aceptar las críticas de los demás cuando ofrecen argumentos válidos y supone, sobre todo, el deber de no mentir. Podemos equivocarnos, errar; mentir nunca.

No podemos criticar por pura envidia, por pura rabia o sencillamente, para hacerme notar” (“Política y educación”, pág. 67). No hay peor esclavitud que la mentira; ella oprime, atenaza, impide salir de sí mismo. No hay nada más despreciable que la elocuencia de una persona que no dice la verdad. Hay que liberar la conciencia diciendo siempre la verdad.
Es preferible molestar con la verdad que complacer con adulaciones.

Profesor / Filósofo

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