Por Antonio Pérez Esclarín
La agresión es signo de debilidad moral e intelectual y la violencia es la más triste e inhumana ausencia de pensamiento. Los violentos son unos cobardes, incapaces de dominar sus propios impulsos.
La violencia deshumaniza al que la practica y desata una lógica de violencia siempre mayor. Quien insulta, hiere, ofende o mata, se degrada como persona y no puede contribuir a construir una sociedad más justa o más humana.
La violencia no queda erradicada por haber sido aplastada por una violencia mayor. La violencia sólo engendra nueva violencia y agresividad. Valiente no es el que ofende, golpea o domina a otro, sino el que es capaz de dominarse a sí mismo y responder al mal con bien, a la intolerancia con respeto, a la venganza con perdón, al odio con amor.
Sólo los que tienen el corazón en paz podrán ser sembradores de paz y contribuirán a gestar un mundo mejor en medio de tantas violencias, injusticias y problemas. La lucha por la paz y la justicia deben comenzar en el corazón de cada persona. Ser pacífico o constructor de paz no implica adoptar posturas pasivas, sino comprometerse y luchar por la verdad y la justicia, para que sea posible una Venezuela fraternal y un mundo donde empiece a germinar la civilización del amor.
Pero no seremos capaces de romper las cadenas externas de la injusticia, la violencia o la miseria, si no somos capaces de romper las cadenas internas del egoísmo, el odio, el consumismo…, que atenazan los corazones. No derrotaremos la corrupción y la injusticia con corazones apegados a la riqueza, el lujo y el tener; no estableceremos un mundo fraternal con corazones llenos de odio y de violencia. De ahí la urgente necesidad de que todos comencemos desarmando nuestro corazón.
Para desarmar los corazones es importante que aprendamos a resolver los conflictos mediante la negociación y el diálogo, de modo que todos salgamos beneficiados de él, tratando de convertir la agresividad en fuerza positiva, fuerza para la creación y la cooperación, y no para la destrucción.
La calidad de cualquier institución (familia, escuela, sociedad) no se determina por si tiene o no conflictos, sino por el modo en que los resuelve. Un conflicto de pareja, asumido con comprensión, puede robustecer el amor. Un conflicto en un salón de clases, donde el profesor se esfuerza no tanto por reprimirlo, sino por comprender lo que los alumnos tratan de manifestarle con su conducta, puede resultar una experiencia verdaderamente educativa para todos.
El aprendizaje de la negociación y de la convivencia supone aprender a escuchar, a dialogar, a argumentar, a decidir en grupo, a respetar las opiniones diversas y a buscar juntos la verdad.
Supone también aprender a tratar con cortesía, respeto y amabilidad; aprender a considerar los problemas como retos a resolver y no como ocasiones para culpar a otros; aprender a trabajar y a colaborar, es decir, a trabajar juntos, con responsabilidad y calidad, ya que el trabajo productivo es el único medio para garantizar a todos unas condiciones de vida digna (vivienda, alimentación, salud, educación, trabajo, recreación…), como exigencias esenciales para la convivencia pacífica. La paz verdadera se afinca sobre las bases de la justicia, la inclusión y la equidad.
La defensa de los derechos humanos se convierte en el deber de cada uno para hacerlos posibles y reales para todos. La retórica de los derechos debe ser superada con políticas eficaces para que pasen a hechos.
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