miércoles, 22 de abril de 2015

La noche de los jugos*



Ángel Alberto Morillo


Cuando el batutero y Jesús Alberto cruzaron miradas el cielo se eclipsó, eso pensaron luego de la noche de los jugos. Jesús pasaba la carretera, venía de hacer teatro o lo que creía teatro, porque en ese entonces no sabía muy bien a ciencia cierta si el teatro era más bien su vida o si la vida era más bien su teatro o si las dos cosas eran lo mismo, andaba confundido como confundido cargaba el sexo. A la hora del almuerzo los actores comían, más bien fingían que comían, pero para Jesús Alberto era una cuestión de vida o muerte. Poseído por el demonio del hambre, engañó a sus entrañas con agua de azúcar, la batió a tal punto que amelcochó sus dedos, era todo de azúcar, se chupó. Sólo las moscas supieron su secreto, en bandada salían a socorrerlo, pidiendo como autógrafos. El ego de su higiene replegó las manifestaciones de afectos, más tarde comprendería por qué estas miniaturas voladoras son los representantes del mal en la tierra, se lo leyó en un libro de Monterroso, a quien idolatró hasta después de la muerte.

Y pasó lo que tenía que pasar, allá va ese flaco, un galgo corredor, con piernitas de bailarín de ballet, un suspiro a las audacias pertrecheras de sus incomodidades, ese hombrecito, muchachito angélico, con ojos de palomo, desorbitó por momentos; el azúcar comenzaba hacer sus efectos, después de dos tragos, una de una vez la fermentación, en sus dedos embadurnados aún pesaba el hambre, pero la imagen desplazó sus urgencias, debía de inmediato llegar al lado del flaco, ese que en sus manos cargaba la batuta. Simplemente en ese momento solo era eso, un flaco, después de varios días, el flaco fue batutero, más allá de las poses y melodías, ambos estaban que explotaban. No sabían cómo, pero sus miedos eran infinitos, la vergüenza los acusaba, no bastaba entonces comer azúcar o representar obras de Shakespeare, no era posible, agarrar con sus manos, tocar, lanzarla una y otra vez, hasta verla en el suelo, la batuta. El actor se decidió, Jesús Alberto sencillamente fue actor, de hecho, ya intentaba serlo, aunque la cordura se lo limitase, aún así, el batutero, antes de ser eso, fue flaco, para después dedicarse a la banda, al ritmo. Tenía en su haber, ganarle a una niña de piernas lindas casi nada.

Una vez Jesús Alberto encontró un peluche en la calle, se lo regalaría al batutero, ya habían pasado casi dos largos días después de aquel encuentro furtivo, delicado, que eclipsó el cielo, según ellos después del estreno de Antonio y Cleopatra. A Jesús no le gustó ser Marco Antonio, su naturaleza era más faraónica, su libertad de espíritu y cuerpo le fastidiaban papeles tan encasillados, en cambio, al batutero sí le gustó el peluche, era de una felpa extraordinaria, tuerto, manco, raído, pero lleno de un valor sentimental infinito, quizá alguna niña, niño, bebé, o un adulto niño, un adulto bebé, una novia descorazonada, una abuela dulzona, un caballero detallista, una de esas niñas fresa, cuchi, tiernas, se le caería, hay que buscar al dueño. A Jesús no le pareció, el papel de Marco Antonio era muy pesado, dejar crecer el pelo en el pecho ya le parecía demasiado, besar a Cleopatra aún más, según, decían las malas lenguas, no le gustaban los caramelos de menta, eso precisamente era lo que menos le preocupaba al batutero, tenía una causa justa ubicar al dueño o dueña del peluche, había mucha tela que cortar, no quedaban horas, fue esa la primera vez que se miraron, descubrieron un nuevo mundo, se miraron diferente, sus miradas de paloma, olvidaron por completo a Shakespeare y al peluche, era un momento de solos ellos dos sin redundancias que valgan. Luz cenital.

Entonces el dueño del peluche fue el batutero, ahora dejó de ser batutero, el peluche era suyo, le robaba cantidad de horas, ay peluche, amigos de peluche, se miraron por segunda vez a los ojos, Jesús Alberto no resistiría la sensación de sus dedos, aún quedaban reductos del azúcar y las moscas lo seguían incluso a medianoche, era una calamidad, una maldición egipcia, pensaba. El dueño del peluche resignado lo agarró, lo besó, lo abrazó, terminó con lo poco que quedaba, no tuvo tiempo de quererlo, ni de siquiera de susurrarle un te quiero, el  peluche se perdió.

Llegó la noche del estreno, el aún descorazonado dueño el peluche, sentía nostalgia por la felpa, la manita raída y el ojito tuerto, se durmió toda la obra, la sensación de éxtasis lo llevó a mundos infinitos, a mundos paralelos, no se había fijado siquiera en las piernas de Jesús Alberto, eran piernas de batutera, cualquiera pudiera perderse en el infinito del teatro con semejantes extremidades, ya el peluche era historia, despertó en medio de una caterva de aplausos, una lluvia de silbidos que terminaron en una tercera y última mirada, la definitiva. Los párpados pintados, el talle blanco, la corona faraónica de Marco Antonio, despertó en él sus más ocultos deseos, quería beber jugo, un jugo dulce y amargo, con pepitas, así como el de guayaba pero sin colar. El batutero, allende dueño de un peluche, antes un flaco rocinante, por fin, contra todo pronóstico, muy a pesar del cura de la iglesia donde fue monaguillo, por fin, explotó como diría tiempo después el director del grupo de teatro, muy poeta  él, “explotó bellísima”. Ya había pasado un año de aquello, Jesús Alberto y el batutero, se declararían su amor esa noche, la noche de los jugos.

*En conmemoración del día del idioma.

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