Llagamos azorados, aún con la
sensación de espanto, cubiertos en risas, bromas y obscenidades. La esquina de
El Chepu calentada bajo 40 grados centígrados se abría en el infinito y nos
llevaba por inercia hacia donde estaba un grupo, apostado desde muy temprano
esperando el café y una que otra noticia exagerada en hechos y palabras.
Fui deslizándome de nuevo entre un mar
de gentes ordinarias, de aspectos más vulgares aún que los de la escuela, con
lenguajes pestilentes propios de la basura y el abono, podridas, duras en tono,
ricas y profundas en significados.
“No mi pana, a ese becerro lo mataron
por sapo, nojoda, vaya saber la gente porque los tombos de mierdas estos
aparecen en sus perreras, disfrazao con senda percha, uno cae espabilao, pana,
por eso no vi güiro ni canté zona al chamín. Diantre, dos pepazos en el hocico
pa que lo enviaran a comé gusano. Pero no importa, aquí nadie va pagá cana”.
Me confundía, por curiosear quise
preguntarle a El Chompa si sabía qué pasó con El Chepu. Aún nada, viejo,
alcanzó a decirme, como si de sus ojos vacíos saliera un sinfín de pensamientos
y con ello atrapar con fruición de discípulo, de quien come con la vista para
degustar las imágenes y almacenarlas en el alma, los detalles más insignificantes del ritual
malandresco.
No había duda, El Chepu era uno de los
duros, de los más duros: disparos, champetas, llantos, un me la pagarán
malditos, repiques de celulares con Daddy Yankee, unas niñas con minifaldas
mostrando sus partes tal como Dios las diseñó, café por doquier, ollas de peto,
olores de fantasía, exaltantes de euforia, pistola al fundo, una miradita a la
urna, que la compramos en cooperación, con esfuerzo, así dicen… “No mi pana,
esos choferes del micro 9 son arrechos, armados con tremendas cabillas, mas yo
le dije que colaborara, tú sabes, una hija, una mujer, lo iban a pagar”.
El Guajiro, El Caracas, Cara e Caucho,
Cachete, Pelo e Guama, Cara e queso, Diente pintao, Miracielo, tío Tigre,
Cristobita, Cocoyo, Randy, Jinete e Perro, El Pegao, Ballestero, Colla, Rambo, El
Chuqui, El Indio, El Cóndor, Arturito, El Pare, Pastrana, Aidi, Orejita,
Bolivita, Fernandito, Cristian, Boliqueso, Mister Capazzu y hasta unos policías
regionales vinieron al velorio de El Chepu, unos para ver cómo quedó la zona y
poder ellos controlarla, otros para gritar a todo pulmón que tomarían venganza
de esta cruel y espantosa muerte, todos, por supuesto, asustados se apersonaron
a saber por qué mataron al más bueno de los malandros y el más malo de los ciudadanos,
era una criatura, una muerte prematura ante una vida prometedora, una
irreparable pérdida al mundo hamponil, porque
no había duda que a partir de allí, se desataría una gran matanza, en busca de
los responsables, del accionante del arma casera, con chopos, unos viles y
magros juguetes de fuego, dispuestos a ladrar con el impulso de un dedo, que se
quema con el impacto.
Todos los presentes eran sospechosos,
hipócritas fariseos, raza de víboras, venir a sus funerales no más para ver su
rostro, esculcar sus facciones y tratar de sacar provecho a sus ademanes hoy
congelados, como una forma indirecta de robar los talentos propios de un
maestro como El Chepu o Diente Roto.
¿Diente roto? Sí, así lo llamaban, por
eso que tú mismo causaste, te acuerdas, con la segunda base, me dijiste que eso
lo repararía el cubano, pero fuiste incapaz de anotar la carrera, por miedoso,
por mamita, te paraste a verle la boca a El Chepu, cuando la aspereza de la
madre, más bien la aspereza de su mano, rompió de un arañazo tu cachete derecho,
eso no lo contaste nunca, ni pensabas hacerlo. Diente Roto quedó, él te lo gratificó
en su momento y con una sonrisita de esas de marisquito que tú tienes le
agradeciste, luego te clavó un coñazo que estoy seguro que viste a tu madre en
pantaletas. Lo que más te sorprendió fue la fama que conociste hoy, que ni tú y
yo, mejor dicho, conocíamos, nos hacíamos miles de preguntas, coño, ¿será
posible saber cómo lo mataron? ¿Cómo era tan conocido? ¿Era un malandro?
Yo insensible a la vida, fanático
empedernido de Counter Strike, amante del reggaetón, no supe responder a todas estas incógnitas y
misterios que se encerraba en torno a El Chepu, de hecho, nunca nos detuvimos a
recordar su nombre, sus deseos, sus pensamientos. Qué frialdad, qué poca
cortesía, qué amistad, yo miraba al
resto de mis amigos quienes hipnotizados no dejaban de ver la urna, miraban y
miraban, atontados, como en un espejo. Si todos jugábamos pelotica de goma a
diario, vivíamos en la misma cuadra, escuchábamos la misma música, vestíamos
con la misma marca, estudiábamos en la misma escuela, teníamos las mismas
notas, los mismos regaños, el mismo equipo, la misma rutina, el mismo sol
achicharrador, urente, asesino, sádico, muy cerca y tan lejos que estábamos, El
Chepu, un malandro, el más grande, pero cómo, cuándo, dónde, quiénes.
Nosotros, perro sarnoso, nosotros
fuimos quienes salimos de primaria, directo a robar las farmacias y panaderías,
dispuestos a robar a nuestras madres, sabías; tú no eras nadie, la mafia éramos
nosotros, quienes mandamos, somos la ley, los cartelúos, los altos panas. Así
que mi chino, bájate de esas nubes, y pide una cola al cielo a ver si te entretienes,
no ves que de tanto pensar te vuelves loco, así me decía mi padre, quien
borracho a las diez de la noche, todos los días nos pegaba con las latas del
rancho, el muy cínico era incapaz de darnos con la correa, después Dios hizo
justicia, se ahorcó con la correa, mientras unos gusanos le comían el mismo
falo con que nos engendró, por ahí dicen que fue una sífilis mal curada, pero
de verdad es que yo hice fiesta el día que ese maldito murió. Eso sí, más allá
de la tumba nos seguía, en forma de hambre, que era más dura que cualquiera de
las latas del techo de mi rancho. Mi mamá montó un burdel y vendimos por la
noche pinchos para ofrecer la droga, bien bueno el negocio, aunque burda de
podrido, eso sí, unas ratas somos, nacemos pichones, y al tiempo los dientes
nos crecen y rompemos todo, vaya ratas que somos, o es que acaso conocemos todo
y lo sabemos todo, en cambio la rata sin saber nada se vuelve plaga aquí en Los
Güequitos y en todas partes.
Miré a mi lado para sorprenderme de
las piruetas y acrobacias de los danzantes quienes en torno a la urna escupían
cerveza y gritaban viva El Chepu. El sitio donde estábamos, la famosa esquina
de El Chepu, era una zona impenetrable, llena de ranchos y pasadizos por donde
Los Mendoza, una banda organizada, vendía los pinchos haciendo creer a la gente
que sanamente trabajaban para ganarse el pan.
El papá de El Chepu era flaco y
estirado, desnalgado, feo de cara y sin dientes, usaba siempre franelillas
blancas con pantalones azules. Según dicen, hace mucho que salió del ejército,
otros que de la cárcel, lo cierto es que en su brazo derecho tiene tatuada una
mujer desnuda, que le recuerda a una esposa muy amada que murió de una
leucemia, o una sobredosis.
Ese día el padre de El Chepu se le
veía más triste y desolado, la cara le dibujaba expresiones de desprecio y asco
por la vida, El Chepu era el último hijo que le quedaba, de cinco que tenía,
uno murió vendiendo bonice, en un cruce de tiros donde la policía perseguía a
unos cobravacunas, la versión de prensa afirma que el muchacho se enfrentó con
los funcionarios. Un segundo murió en una playa mientras se fue de fiesta con
unos amigos, versiones extraoficiales aseveran que lo encontraron violando a
una joven de 13 años en la playa. El tercero y el cuarto, murieron en un
accidente de tránsito, aunque la versión de los fiscales coincide con lo del aparatoso accidente,
aclararon que el auto no les pertenecía.
El último murió también, en una
panadería, en extrañas circunstancias, las investigaciones adelantan que fue
ajustes de cuentas, no por un helado de chocolate como gritó la señora Francia
y que las malas lenguas se encargaron en perfeccionar y crear versiones
literarias.
-
Mi
muchacho sí era bueno, éste sí era bueno, él estudiaba en el liceo, hasta tenía
una noviecita que visitaba todos los días. No me daba mala vida, este sí era
bueno, yo sí lo quería, de seguro esos malditos me lo ratificaron, sentenció el
padre.
Ya nadie le creía, después de las
brutales palizas con las latas del rancho, con lo primero que se encontraba
para asestárselo a su hijo en la cabeza, lo amarraba de pequeño, le quemaba la
mano con cucharas calientes, lo maldecía, lo botaba de casa cuántas veces se le
ocurría, ahora viene con ese sainete de padre amoroso. No obstante en su
borrachera, el padre de El Chepu lloraba desconsoladamente en una silla cuyo
soporte era una tabla negra y mohosa, mientras que en el frente motos,
disparos, música, aguardiente, convertían los funerales en un carnaval.
Todos estaban en zozobra, de un
momento a otro llegaría la policía, llegaría otra banda a cobrar viejas
rencillas, llegarían los choferes de micro 9 a enfrentar a los autores de los atracos y a
reclamar los 10 buses secuestrados para el entierro de Diente Roto.
A mis ojos entraba una imagen patética,
digna de los cuadros surrealistas, irónicos e irreverentes como los de Botero,
varios de los malandros, con pistola en mano y cabezas cubiertas tomaron la
urna, sacaron al muerto y en medio de la carretera lo pusieron a bailar, lo
desvistieron, para luego vestirlo con bermudas, una franela de fútbol
americano, una gorra de los Mets con forma de hongo, unas cadenas de perros con
cruces de drácula.
Un morenito de unos veinticinco años,
quienes todos llamaban tío Tigre, sacó una pelotica de goma. Jugaron toda la
tarde con el muerto cubriendo la primera base. Me llamaron pero me negué, más
por miedo que por cualquier otra cosa. Como por arte de magia, meditabundo,
encogido de hombros, tomé mi bolso y caminando por las malezas y unos ranchos
contiguos a la casa de los Mendoza, que más bien era la más exacta
representación del infierno en la tierra o al revés, decidí volver a casa.