Por J. Arturo Miranda
Dolores de las Cruces, desde la madrugada que abandonó a su marido, en compañía de sus hijos, que no son pocos, se largó con premura por esos caminos reales sin rumbo definido. Su tragedia comenzó desde el día cuando Bernardo, su marido, trajo consigo una feísima vaca, a la cual el pueblo bautizó De Las Cruces.
Bernardo asintió en silencio y con cierta alegría, acariciándose inconcientemente el mentón perdió la vista más allá del horizonte de las lunas mojadas. El llanto y las suspicacias de Dolores se mezclaron en su rostro lleno de tizne. Los últimos días convivió con la vergüenza y un sollozo permanente que en ciertos momentos llegaban a un punto álgido lleno de gritos, como de esos que te salen solos cuando se llora un difunto muy querido. La desconsolada mujer se encorvó y sumida en una actitud pusilánime, no levantó la cabeza más nunca y huyó sin dejar rastro en los resecos y veraniegos caminos de la cuaresma.
Dolores de las Cruces se internó con sus hijos, que no son pocos, en la sombra sagrada del bosque de nuestros ancestros. Deambuló dando grandes voces y gemidos y, en ocasiones, reía y se lanzaba sobre la hojarasca y lanzando conjuros y rezos espantaba a los demonios. Sus hijos tuvieron una vida silvestre y comieron frutos del campo y algarrobos. Una tarde saciaron la sed de los caminos soleados en la laguna encantada de los indios y desde ese día desaparecieron y traspusieron sus sueños, ya no fueron contados entre los vivos. Dolores de las Cruces, como recuerdo al acecho, asaltó con sus gritos por todos los caminos que le fueron posibles y preguntándole a propios y forasteros se acercó a los pueblos dando grandes voces… ¿Dónde están mis hijos?
Estaban veloriando a una mujer rica y malvada que antes de su muerte incendió sus bienes para no compartidos con los pobres. El féretro quedó entre la iglesia y la plaza, nadie quiso llorarla, pues, al querer entrarla en la iglesia, se puso tan pesada que los más fuertes no pudieron moverla. Dolores se acercó llorando y todos se extrañaron al oírla y alguien comentó en voz alta:
- ¡La vieja contrató una plañidera!...
Todos se acercaron y escupieron a Dolores y ésta lloró con tanto ahínco que hizo llorar a las mujeres del pueblo. Con el tiempo ganó fama y se convirtió en la plañidera predilecta de esos velorios donde el difunto no tiene dolientes y se necesita quien llore.
Dolores de las Cruces compró una propiedad y una mula y de los páramos más lejanos venían a solicitar sus lágrimas. Una noche de esas borrascosas, ya decrepita, Dolores lloró en el velorio de un aldeano mordido por una serpiente. Lloró tanto que murió sobre la urna y las espermas de las velas se derritieron como lágrimas de difunto en pena.
El día del entierro nadie pudo llorar a quien por unas pocas limosnas lloró por muchos, y la gente intentó restregándose los ojos con cilantro cimarrón, pero las lágrimas no salieron. Y por todos los caminos aparecieron sus hijos que no eran pocos y la tomaron de la mano y la llevaron al bosque. Anoche se escucharon alaridos como de hombre y venían de las calles del pueblo, los más osados se asomaron por las ventanas y vieron a Dolores de las Cruces arrastrando a un hombre y dándole de golpes reiteradamente le preguntaba: “¿Bernardo dónde están nuestros hijos?...Que no son pocos”.
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