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Ella iba en el metro, en un
espacio donde la gente se apiña como para representar papeles tragicómicos los
viernes en la noche, sobre todo, de aquellos cuando hay quincena. Y más curioso
todavía: ¿Quién iba pensar en un concurso de nombres en esos momentos
teatrales, en pleno solo de la voz femenina del metro, tan contradictoria a su
naturaleza masculina? Aparecía en escena la vocecilla del metro hembra: “Por
favor retrocedan”… Ella repetía… próximo nombre: Juan Carlos… Beatriz… Belkis… Magaly… Rafael. Seguramente
en sus ocho vagones habría alguno, más a esa hora, cuando se andaba verde de
cansancio mimetizándose casi con los vagones del metro, nadie sería capaz de
pronunciar su nombre. ¿Era único su nombre? Su nombre, ni aún oficializando los
extraños concursos en el metro, ni haciendo trampa, podría ganar, inevitablemente,
la voz atiplada también se equivocaría. Cliory
estaba segura de eso. Necesitaba ganar
espacio al menos, el viaje moriría en la
última estación, momento cuando iniciaba la verdadera competencia -donde era la
favorita-. Las competencias eran múltiples, incluso al colmo de llegar a
subcategorías inimaginables: competencia de quién empuja primero, de quién se
sienta primero, de quién pisa primero, de quién entrega el boleto primero, entre muchas otras que ser humano aún, usuario
de un metro, en Maracaibo, pueda inventar. La predilecta de Cliory: “corramos
en la escalera eléctrica”; aunque estúpida, desde todo punto de vista, era la
más demandada, muy a pesar de los ruegos del altavoz, pero las cosquillas en el
estómago producto del impulso rápido de la escalera valían el desatino, absurdo
de absurdos. Ese día nadie compitió en ésta, las escaleras no funcionaban. Hubo un lamento colectivo, sobre todo de los
seres incomprendidos, habitantes de Lodedoria, muy raros, al fin y al cabo
quién conocía Lodedoria… Definitivamente el sustantivo hace al monje. Ellos
perderían también, ¿a quién se le ocurriría semejante nombre? ¿La mamá de
Cliory fundaría Lodedoria?
Sin embargo, Cliory no tenía
mamá. Digamos que murió. Murió un 31 de diciembre. Digamos que murió antes de
la cena familiar, seguramente ese día las bebidas quedaron esperando. Pero ese
31 de diciembre nadie, mucho menos en Maracaibo, quería trabajar, mucho menos a
eso de las doce, porque la mamá de Cliory murió a las diez, pero a las once,
mejor dicho, a las once y cincuenta y cinco, los hermanos, la hija, las nietas,
el perro, las primas, en fin, la familia entera, la consiguió pálida,
inconsciente, en el baño. El mundo se vino abajo, los abrazos de dolor
llegaron, la calle absorta de la alegría de una muerte del año contrastaba con
la muerte de la mamá de Cliory. Ese día no se dieron el “felizaño”, total, la
muerte tiene la ventaja de detener el tiempo. El año viejo no había muerto, la
señora sí.
Continuará...
Continuará...
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